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Ansiedad, canciones, Jesús Heredia Madrazo, Miedo, Niños Mutantes, Pequeñas creaciones
Aquí os dejo otra pequeña creación. Espero que os guste:
No. La sombra proyectada en la pared no era la de ningún antepasado. No correspondía a ningún alma en pena atrapada en aquella vieja casa del centro. Era su miedo, velando su sueño frío a los pies de la cama, con su contorno definido y su interior manchado en una negrura nunca antes conocida. Era aquel miedo que se desbordaba en aquellos estadíos intermedios y poco precisos que separan la vigilia del sueño. Un miedo con silueta humana y con sombrero de copa; el mismo miedo que pasea por los alrededores de los cementerios en los relatos de terror y en el imaginario colectivo. Un miedo de envergadura, que no toca el suelo con los pies, que acecha tras las tapias. Un miedo sin rostro vestido con capa oscura. Un miedo al miedo paralizante como la potente toxina de una araña de letal picadura.
El sueño frío devino en pesadilla. Se incorporó bruscamente. Había soñado con el miedo hasta tener la sensación real de tener la garganta cerrada. Ella dormía. Como casi siempre. Quiso despertarla pero prefirió saltar de la cama, como tantas noches. Saltar hacia el descanso y la paz que sólo el lorazepam sabía procurarle. Sublingual. De efecto fulminante.
Se durmió boca arriba paladeando la calma que sucede a la tormenta. No había placer mayor que salir del pozo de la angustia en esa hora en la que ya se atisba la lucha de los restos de noche por no perecer ante la pujanza del día. Durmió en paz, anestesiado de dolor. Lejos del pánico. Nada soñó. Las tres horas de descanso profundo fueron una elipsis reparadora, un balón de oxígeno para su alma rota.
A las nueve sonó el despertador del teléfono móvil. Pensó en buscar la protección de la cama y no salir de allí jamás. Pensó en quedarse quieto para siempre. Así no tendría que enfrentarse a nada. La propia cotidianeidad ahogaba tanto como sus fobias (la más acusada, la de morir atragantado entre horribles espasmos, amoratado y sin nadie cerca).
Se armó de valor y se levantó. Esta decisión fue la primera gran batalla del día. Cuando no existe otra motivación que esquivar a los fantasmas de la mente, cualquier movimiento es heróico. Sí. Era tan cansado pelear a cada rato para no desmoronarse ante los demás y cumplir con lo que se esperaba de él en cada momento… Tan cansado quedarse sin palabras… Tan cansado dar violentas brazadas en un mar negro y helado sin orillas.
Vació con ayuda de un tenedor la lata de atún sobre dos tostadas de pan de molde. Fue generoso a más no poder con la mayonesa, un lubricante para su garganta reseca, un placebo para su mente enferma. Pensó que la mayonesa podría salvarle de morir atragantado mientras la televisión local no paraba de repetir el informativo de la noche anterior.
Durante la media hora siguiente contó cada masticación. Siguió la trayectoria del bolo alimenticio por su esófago. Hasta media docena de veces creyó sentir el fin cerca e, instintivamente, se levantó de la silla de la cocina rumbo a la puerta. Desde allí, al menos, podría intentar alcanzar el ascensor y, con fortuna, la calle. Pero allí ya no podría gritar porque se habría quedado sin fuelle para siempre.
Ganada la batalla del desayuno, se vistió anticipando las batallas venideras. Comprobó repetidamente que había cogido las llaves, los móviles, el pastillero, el paquete de Lucky y el mechero. Cerró la puerta y se fue. Tuvo que volver. ¿Algún grifo abierto?, ¿quizás el fuego de la cocina encendido?
Uno de los lugares en los que se sentía más seguro era el coche, un universo propio sin explicaciones que dar y en el que rumiar pensamientos y obsesiones sin necesidad alguna de disimulo. Sacó el CD de la carátula azul. Niños Mutantes, ‘El Miedo’. Lo dejó sonar mientras se dirigía hacia la salida de la autovía.
El miedo primero paraliza, congela tu sonrisa y te hunde los pies en silencio
Te roba el tiempo, lo mete en una caja, la entierra muy profunda, la deja bajo llave y se la traga
Pensó en el mundo mejor que había mirando hacia atrás. Hacia aquellos inviernos felices en los que nada había que temer y en los que su carácter era justamente el opuesto. Tuvo la sensación de ser su otro yo. Sintió pena de sí mismo. Tuvo ganas de llorar, pero prefirió tantear el bolsillo de la camisa en busca del segundo cigarro del trayecto.
Recuperó la atención en la música y comprobó en su propia piel cómo los acordes entraban por sus oídos y recorrían su cuerpo por el sistema nervioso y circulatorio hasta empujar su corazón. Nunca tuvo más claro que la música canaliza estados de ánimo.
Tienes que aceptar que será siempre un cobarde y no elegirás nada. Todo pasará sin que tú decidas nada. Nada de nada. Nada.
Sonó el móvil. El del trabajo. No lo iba a coger. «Voy conduciendo», se dijo para sí sabiendo que se mentía. Ninguna mentira suena más patética que la escuchada en la propia voz de uno. La seguridad vial no era la excusa. El verdadero motivo para no contestar aquella llamada era, como siempre, el de huir, el de posponer compulsivamente, intentando utilizar el futuro más inmediato como trastero, como si no fuera a llegar nunca.
El miedo a veces se disfraza, viene a cenar a casa, se sienta en tu sillón y te amenaza. Te cuenta un cuento que siempre acaba triste, te cuenta lo que fuiste, no tiene corazón y te lo clava.
Conducía mirando al frente, imaginando horizontes más felices más allá de los picos nevados. Conducir le aportaba la placentera sensación de moverse en un momento de su vida en el que precisamente era el miedo al movimiento lo que le paralizaba. Sentía una profunda rabia por el hecho de que aquel teórico mecanismo de defensa se le había rebelado convirtiéndose en el más cruel dictador jamás conocido. No hay ninguna dictadura más férrea que la del miedo. Y no hay mayor libertad que el vuelo libre de miedo.
Aparcó su coche como siempre. Comprobó media docena de veces si se había dejado las luces encendidas. Caminó por la acera alfombrada de hojas pensando en su primera gran actuación del día. Nadie podía notar que algo iba mal. Nadie podía estar al tanto de que el edificio se había derrumbado por dentro, aunque las paredes y estructuras aparentaran erguirse recias como el primer día. No, él tenía que parecer fuerte.
Miró los rostros de cada viandante. Les buscaba los ojos como tratando de adivinar zozobras similares a la suya. Se contrariaba pensando en que eran felices. O que, al menos, viajaban sin miedo y hacían sus planes tranquilamente con las preocupaciones cotidianas de cualquiera. Le resultaba tan lejana y deseable la idea de tener un día aburrido y tranquilo, un día sin rumiar pensamientos opresores…
No. Nunca saldría del hoyo. Perdería el control hasta enloquecer, hasta escapar de sí mismo. Qué pena de final. Qué pena de sí mismo. Qué impotencia. Qué furia. Qué rabia…
Hoy lo vieron sentado en una silla con una sonrisa estúpida. Sentado ante un atardecer anaranjado. Sentado mirando al frente y aterrado por llevar tantos meses bien, en paz, siendo él mismo, sin tener miedo. Sentado con miedo a convertirse en un ser aconflictivo y carente de empatía. Sentado feliz para siempre. Para siempre. Hasta que el miedo diga.
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